Capítulo 1
NUESTRA IMAGEN DEL
UNIVERSO
Un conocido científico (algunos dicen que fue Bertrand Russell) daba una vez una
conferencia sobre astronomía. En ella describía cómo la Tierra giraba alrededor del
Sol y cómo éste, a su vez, giraba alrededor del centro de una vasta colección de
estrellas conocida como nuestra galaxia. Al final de la charla, una simpática señora
ya de edad se levantó y le dijo desde el fondo de la sala: «Lo que nos ha contado
usted no son más que tonterías. El mundo es en realidad una plataforma plana
sustentada por el caparazón de una tortuga gigante». El científico sonrió
ampliamente antes de replicarle, «¿y en qué se apoya la tortuga?». «Usted es muy
inteligente, joven, muy inteligente -dijo la señora-. ¡Pero hay infinitas tortugas una
debajo de otra!».
La mayor parte de la gente encontraría bastante ridícula la Imagen de nuestro
universo como una torre infinita de tortugas, pero ¿,en qué nos basamos para creer
que lo conocemos mejor? ¿.Qué sabemos acerca del universo, y cómo hemos
llegado a saberlo. ¿De dónde surgió el universo, y a dónde va? ¿Tuvo el univer so un
principio, y, si así fue, que sucedió con anterioridad a él? ¿Cuál es la naturaleza del
tiempo? ¿Llegará éste alguna vez a un final? Avances recientes de la física, posibles
en parte gracias a fantásticas nuevas tecnologías, sugieren respuestas a algunas de
estas preguntas que desde hace mucho tiempo nos preocupan. Algún día estas
respuestas podrán parecernos tan obvias como el que la Tierra gire alrededor del
Sol, o, quizás, tan ridículas como una torre de tortugas. Sólo el tiempo (cualquiera
que sea su significado) lo dirá.
Ya en el año 340 a.C. el filósofo griego Aristóteles, en su libro De los Cielos, fue
capaz de establecer dos buenos argumentos para creer que la Tierra era una esfera
redonda en vez de una plataforma plana. En primer lugar, se dio cuenta de que los
eclipses lunares eran debidos a que la Tierra se situaba entre el Sol y la Luna. La
sombra de la Tierra sobre la Luna era siempre redonda. Si la Tierra hubiera sido un
disco plano, su sombra habría sido alargada y elíptica a menos que el eclipse
siempre ocurriera en el momento en que el Sol estuviera directamente debajo del
centro del disco. En segundo lugar, los griegos sabían, debido a sus viajes, que la
estrella Polar aparecía más baja en el cielo cuando se observaba desde el sur que
cuando se hacía desde regiones más al norte. (Como la estrella Polar está sobre el
polo norte, parecería estar justo encima de un observador situado en dicho polo,
mientras que para alguien que mirara desde el ecuador parecería estar justo en el
horizonte.) A partir de la diferencia en la posición aparente de la estrella Polar entre
Egipto y Grecia, Aristóteles incluso estimó que la distancia alrededor de la Tierra era
de 400.000 estadios. No se conoce con exactitud cuál era la longitud de un estadio,
pero puede que fuese de unos 200 metros, lo que supondría que la estimación de
Aristóteles era aproximadamente el doble de la longitud hoy en día aceptada. Los
griegos tenían incluso un tercer argumento en favor de que la Tierra debía de ser
redonda, ¿por qué, si no, ve uno primero las velas de un barco que se acerca en el
horizonte, y sólo después se ve el casco?
Figura 1:1
Aristóteles creía que la Tierra era estacionaria y que el Sol, la luna, los planetas y las
estrellas se movían en órbitas circulares alrededor de ella. Creía eso porque estaba
convencido, por razones místicas, de que la Tierra era el centro del universo y de que
el movimiento circular era el más perfecto. Esta idea fue ampliada por Ptolomeo en
el siglo ii d.C. hasta constituir un modelo cosmológico completo. La Tierra
permaneció en el centro, rodeada por ocho esferas que transportaban a la Luna, el
Sol, las estrellas y los cinco planetas conocidos en aquel tiempo, Mercurio, Venus,
Marte, Júpiter y Saturno (figura 1. l). Los planetas se movían en círculos más
pequeños engarzados en sus respectivas esferas para que así se pudieran explicar
sus relativamente complicadas trayectorias celestes. La esfera más externa
transportaba a las llamadas estrellas fijas, las cuales siempre permanecían en las
mismas posiciones relativas, las unas con respecto de las otras, girando juntas a
través del cielo. Lo que había detrás de la última esfera nunca fue descrito con
claridad, pero ciertamente no era parte del universo observable por el hombre.
El modelo de Ptolomeo proporcionaba un sistema razonablemente preciso para
predecir las posiciones de los cuerpos celestes en el firmamento. Pero, para poder
predecir dichas posiciones correctamente, Ptolomeo tenía que suponer que la Luna
seguía un camino que la situaba en algunos instantes dos veces más cerca de la
Tierra que en otros. ¡Y esto significaba que la Luna debería aparecer a veces con
tamaño doble del que usualmente tiene! Ptolomeo reconocía esta inconsistencia, a
pesar de lo cual su modelo fue amplia, aunque no universalmente, aceptado. Fue
adoptado por la Iglesia cristiana como la imagen del universo que estaba de acuerdo
con las Escrituras, y que, además, presentaba la gran ventaja de dejar, fuera de la
esfera de las estrellas fijas, una enorme cantidad de espacio para el cielo y el
infierno.
Un modelo más simple, sin embargo, fue propuesto, en 1514, por un cura polaco,
Nicolás Copérnico. (Al principio, quizás por miedo a ser tildado de hereje por su
propia iglesia, Copérnico hizo circular su modelo de forma anónima.) Su idea era
que el Sol estaba estacionario en el centro y que la Tierra y los planetas se movían
en órbitas circulares a su alrededor. Pasó casi un siglo antes de que su idea fuera
tomada verdaderamente en serio. Entonces dos astrónomos, el alemán Johannes
Kepler y el italiano Galileo Galilei, empezaron a apoyar públicamente la teoría
copernicana, a pesar de que las órbitas que predecía no se ajustaban fielmente a las
observadas. El golpe mortal a la teoría aristotélico/ptolemaica llegó en 1609. En
ese año, Galileo comenzó a observar el cielo nocturno con un telescopio, que
acababa de inventar. Cuando miró al planeta Júpiter, Galileo encontró que éste
estaba acompañado por varios pequeños satélites o lunas que giraban a su
alrededor. Esto implicaba que no todo tenia que girar directamente alrededor de la
Tierra, como Aristóteles y Ptolomeo habían supuesto. (Aún era posible, desde luego,
creer que las lunas de Júpiter se movían en caminos extremadamente complicados
alrededor de la T'ierra, aunque daban la impresión de girar en torno a Júpiter. Sin
embargo, la teoría de Copérnico era mucho más simple.) Al mismo tiempo,
Johannes Kepler había modificado la teoría de Copérnico, sugiriendo que los
planetas no se movían en círculos, sino en elipses (una elipse es un círculo
alargado). Las predicciones se ajustaban ahora finalmente a las observaciones.
Desde el punto de vista de Kepler, las órbitas elípticas constituían meramente una
hipótesis ad hoc, y, de hecho, una hipótesis bastante desagradable, ya que las
elipses eran claramente menos perfectas que los círculos. Kepler, al descubrir casi
por accidente que las órbitas elípticas se ajustaban bien a las observaciones, no
pudo reconciliarlas con su idea de que los planetas estaban concebidos para girar
alrededor del Sol atraídos por fuerzas magnéticas. Una explicación coherente sólo
fue proporcionada mucho más tarde, en 1687, cuando sir Isaac Newton publicó su
Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, probablemente la obra más
importante publicada en las ciencias físicas en todos los tiempos. En ella, Newton
no sólo presentó una teoría de cómo se mueven los cuerpos en el espacio y en el
tiempo, sino que también desarrolló las complicadas matemáticas necesarias para
analizar esos movimientos. Además, Newton postuló una ley de la gravitación
universal, de acuerdo con la cual cada cuerpo en el universo era atraído por cualquier
otro cuerpo con una fuerza que era tanto mayor cuanto más masivos fueran los
cuerpos y cuanto más cerca estuvieran el uno del otro. Era esta misma fuerza la que
hacía que los objetos cayeran al suelo. (La historia de que Newton fue inspirado por
una manzana que cayó sobre su cabeza es casi seguro apócrifa. Todo lo que
Newton mismo llegó a decir fue que la idea de la gravedad le vino cuando estaba
sentado «en disposición contemplativa», de la que «únicamente le distrajo la caída
de una manzana».) Newton pasó luego a mostrar que, de acuerdo con su ley, la
gravedad es la causa de que la Luna se mueva en una órbita elíptica alrededor de la
Tierra, y de que la Tierra y los planetas sigan caminos elípticos alrededor del Sol.
El modelo copernicano se despojó de las esferas celestiales de Ptolomeo y, con
ellas, de la idea de que el universo tiene una frontera natural. Ya que las «estrellas
fijas» no parecían cambiar sus posiciones, aparte de una rotación a través del cielo
causada por el giro de la Tierra sobre su eje, llegó a ser natural suponer que las
estrellas fijas eran objetos como nuestro Sol, pero mucho más lejanos.
Newton comprendió que, de acuerdo con su teoría de la gravedad, las estrellas
deberían atraerse unas a otras, de forma que no parecía posible que pudieran
permanecer esencialmente en reposo. ¿No llegaría un determinado momento en el
que todas ellas se aglutinarían? En 1691, en una carta a Richard Bentley, otro
destacado pensador de su época, Newton argumentaba que esto verdaderamente
sucedería si sólo hubiera un número finito de estrellas distribuidas en una región
finita del espacio. Pero razonaba que si, por el contrario, hubiera un número infinito
de estrellas, distribuidas más o menos uniformemente sobre un espacio infinito, ello
no sucedería, porque no habría ningún punto central donde aglutinarse.
Este argumento es un ejemplo del tipo de dificultad que uno puede encontrar cuando
se discute acerca del infinito. En un universo infinito, cada punto puede ser
considerado como el centro, ya que todo punto tiene un número infinito de estrellas a
cada lado. La aproximación correcta, que sólo fue descubierta mucho más tarde, es
considerar primero una situación finita, en la que las estrellas tenderían a aglutinarse,
y preguntarse después cómo cambia la situación cuando uno añade más estrellas
uniformemente distribuidas fuera de la región considerada. De acuerdo con la ley de
Newton, las estrellas extra no producirían, en general, ningún cambio sobre las
estrellas originales, que por lo tanto continuarían aglutinándose con la misma
rapidez. Podemos añadir tantas estrellas como queramos, que a pesar de ello las
estrellas originales seguirán juntándose indefinidamente. Esto nos asegura que es
imposible tener un modelo estático e infinito del universo, en el que la gravedad sea
siempre atractiva.
Un dato interesante sobre la corriente general del pensamiento anterior al siglo xx es
que nadie hubiera sugerido que el universo se estuviera expandiendo o contrayendo.
Era generalmente aceptado que el universo, o bien había existido por siempre en un
estado inmóvil, o bien había sido creado, más o menos como lo observamos hoy, en
un determinado tiempo pasado finito. En parte, esto puede deberse a la tendencia
que tenemos las personas a creer en verdades eternas, tanto como al consuelo que
nos proporciona la creencia de que, aunque podamos envejecer y morir, el universo
permanece eterno e inmóvil.
Incluso aquellos que comprendieron que la teoría de la gravedad de Newton
mostraba que el universo no podía ser estático, no pensaron en sugerir que podría
estar expandiéndose. Por el contrario, intentaron modificar la teoría suponiendo que
la fuerza gravitacional fuese repulsiva a distancias muy grandes. Ello no afectaba
significativamente a sus predicciones sobre el movimiento de los planetas, pero
permitía que una distribución infinita de estrellas pudiera permanecer en equilibrio,
con las fuerzas atractivas entre estrellas cercanas equilibradas por las fuerzas
repulsivas entre estrellas lejanas. Sin embargo, hoy en día creemos que tal equilibrio
sería inestable: si las estrellas en alguna región se acercaran sólo ligeramente unas
a otras, las fuerzas atractivas entre ellas se harían más fuertes y dominarían sobre
las fuerzas repulsivas, de forma que las estrellas, una vez que empezaran a
aglutinarse, lo seguirían haciendo por siempre. Por el contrario, si las estrellas
empezaran a separarse un poco entre sí, las fuerzas repulsivas dominarían alejando
indefinidamente a unas estrellas de otras.
Otra objeción a un universo estático infinito es normalmente atribuida al filósofo
alemán Heinrich Olbers, quien escribió acerca de dicho modelo en 1823. En
realidad, varios contemporáneos de Newton habían considerado ya el problema, y el
artículo de Olbers no fue ni siquiera el primero en contener argumentos plausibles en
contra del anterior modelo. Fue, sin embargo, el primero en ser ampliamente
conocido. La dificultad a la que nos referíamos estriba en que, en un universo
estático infinito, prácticamente cada línea de visión acabaría en la superficie de una
estrella. Así, sería de esperar que todo el cielo fuera, incluso de noche, tan brillante
como el Sol. El contraargumento de Olbers era que la luz de las estrellas lejanas
estaría oscurecida por la absorción debida a la materia intermedia. Sin embargo, si
eso sucediera, la materia intermedia se calentaría, con el tiempo, hasta que
iluminara de forma tan brillante como las estrellas. La única manera de evitar la
conclusión de que todo el cielo nocturno debería de ser tan brillante como la
superficie del Sol sería suponer que las estrellas no han estado iluminando desde
siempre, sino que se encendieron en un determinado instante pasado finito. En este
caso, la materia absorbente podría no estar caliente todavía, o la luz de las estrellas
distantes podría no habernos alcanzado aún. Y esto nos conduciría a la cuestión de
qué podría haber causado el hecho de que las estrellas se hubieran encendido por
primera vez.
El principio del universo había sido discutido, desde luego, mucho antes de esto. De
acuerdo con distintas cosmologías primitivas y con la tradición judeo-cristianamusulmana, el universo comenzó en cierto tiempo pasado finito, y no muy distante.
Un argumento en favor de un origen tal fue la sensación de que era necesario tener
una «Causa Primera» para explicar la existencia del universo. (Dentro del universo,
uno siempre explica un acontecimiento como causado por algún otro acontecimiento
anterior, pero la existencia del universo en sí, sólo podría ser explicada de esta
manera si tuviera un origen.) Otro argumento lo dio san Agustín en su libro La ciudad
de Dios. Señalaba que la civilización está progresando y que podemos recordar
quién realizó esta hazaña o desarrolló aquella técnica. Así, el hombre, y por lo tanto
quizás también el universo, no podía haber existido desde mucho tiempo atrás. San
Agustín, de acuerdo con el libro del Génesis, aceptaba una fecha de unos 5.000
años antes de Cristo para la creación del universo. (Es interesante comprobar que
esta fecha no está muy lejos del final del último periodo glacial, sobre el 10.000 a.C.,
que es cuando los arqueólogos suponen que realmente empezó la civilización.)
Aristóteles, y la mayor parte del resto de los filósofos griegos, no era partidario, por
el contrario, de la idea de la creación, porque sonaba demasiado a intervención
divina. Ellos creían, por consiguiente, que la raza humana y el mundo que la rodea
habían existido, y existirían, por siempre. Los antiguos ya habían considerado el
argumento descrito arriba acerca del progreso, y lo habían resuelto diciendo que
había habido inundaciones periódicas u otros desastres que repetidamente situaban
a la raza humana en el principio de la civilización.
Las cuestiones de si el universo tiene un principio en el tiempo y de si está limitado
en el espacio fueron posteriormente examinadas de forma extensiva por el filósofo
Immanuel Kant en su monumental (y muy oscura) obra, Crítica de la razón pura,
publicada en 1781. Él llamó a estas cuestiones antinomias (es decir,
contradicciones) de la razón pura, porque le parecía que había argumentos
igualmente convincentes para creer tanto en la tesis, que el universo tiene un
principio, como en la antítesis, que el universo siempre había existido. Su argumento
en favor de la tesis era que si el universo no hubiera tenido un principio, habría
habido un período de tiempo infinito anterior a cualquier acontecimiento, lo que él
consideraba absurdo. El argumento en pro de la antítesis era que si el universo
hubiera tenido un principio, habría habido un período de tiempo infinito anterior a él, y
de este modo, ¿por qué habría de empezar el universo en un tiempo particular
cualquiera? De hecho, sus razonamientos en favor de la tesis y de la antítesis son
realmente el mismo argumento. Ambos están basados en la suposición implícita de
que el tiempo continúa hacia atrás indefinidamente, tanto si el universo ha existido
desde siempre como si no. Como veremos, el concepto de tiempo no tiene
significado antes del comienzo del universo. Esto ya había sido señalado en primer
lugar por san Agustín. Cuando se le preguntó: ¿Qué hacía Dios antes de que creara
el universo?, Agustín no respondió: estaba preparando el infierno para aquellos que
preguntaran tales cuestiones. En su lugar, dijo que el tiempo era una propiedad del
universo que Dios había creado, y que el tiempo no existía con anterioridad al
principio del universo.
Cuando la mayor parte de la gente creía en un universo esencialmente estático e
inmóvil, la pregunta de si éste tenía, o no, un principio era realmente una cuestión de
carácter metafísico o teológico. Se podían explicar igualmente bien todas las
observaciones tanto con la teoría de que el universo siempre había existido, como
con la teoría de que había sido puesto en funcionamiento en un determinado tiempo
finito, de tal forma que pareciera como si hubiera existido desde siempre. Pero, en
1929, Edwin Hubble hizo la observación crucial de que, donde quiera que uno mire,
las galaxias distantes se están alejando de nosotros. O en otras palabras, el universo
se está expandiendo. Esto significa que en épocas anteriores los objetos deberían
de haber estado más juntos entre sí. De hecho, parece ser que hubo un tiempo,
hace unos diez o veinte mil millones de años, en que todos los objetos estaban en el
mismo lugar exactamente, y en el que, por lo tanto, la densidad del universo era
infinita. Fue dicho descubrimiento el que finalmente llevó la cuestión del principio del
universo a los dominios de la ciencia.
Las observaciones de Hubble sugerían que hubo un tiempo, llamado el big bang
[gran explosión o explosión primordial], en que el universo era infinitésimamente
pequeño e infinitamente denso. Bajo tales condiciones, todas las leyes de la
ciencia, y, por tanto, toda capacidad de predicción del futuro, se desmoronarían. Si
hubiera habido acontecimientos anteriores a este no podrían afectar de ninguna
manera a lo que ocurre en el presente. Su existencia podría ser ignorada, ya que
ello no extrañaría consecuencias observables. Uno podría decir que el tiempo tiene
su origen en el big bang, en el sentido de que los tiempos anteriores simplemente no
estarían definidos. Es señalar que este principio del tiempo es radicalmente
diferente de aquellos previamente considerados. En un universo inmóvil, un principio
del tiempo es algo que ha de ser impuesto por un ser externo al universo; no existe la
necesidad de un principio. Uno puede imaginarse que Dios creó el universo en,
textualmente, cualquier instante de tiempo. Por el contrario, si el universo se está
expandiendo, pueden existir poderosas razones físicas para que tenga que haber un
principio. Uno aún se podría imaginar que Dios creó el universo en el instante del big
bang, pero no tendría sentido suponer que el universo hubiese sido creado antes del
big bang. ¡Universo en expansión no excluye la existencia de un creador, pero sí
establece límites sobre cuándo éste pudo haber llevado a cabo su misión!
Para poder analizar la naturaleza del universo, y poder discutir cuestiones tales como
si ha habido un principio o si habrá un final, es necesario tener claro lo que es una
teoría científica. Consideremos aquí un punto de vista ingenuo, en el que una teoría
es simplemente un modelo del universo, o de una parte de él, y un conjunto de reglas
que relacionan las magnitudes del modelo con las observaciones que realizamos.
Esto sólo existe en nuestras mentes, y no tiene ninguna otra realidad (cualquiera que
sea lo que esto pueda significar). Una teoría es una buena teoría siempre que
satisfaga dos requisitos: debe describir con precisión un amplio conjunto de
observaciones sobre la base de un modelo que contenga sólo unos pocos
parámetros arbitrarios, y debe ser capaz de predecir positivamente los resultados de
observaciones futuras. Por ejemplo, la teoría de Aristóteles de que todo estaba
constituido por cuatro elementos, tierra, aire, fuego y agua, era lo suficientemente
simple como para ser cualificada como tal, pero fallaba en que no realizaba ninguna
predicción concreta. Por el contrario, la teoría de la gravedad de Newton estaba
basada en un modelo incluso más simple, en el que los cuerpos se atraían entre sí
con una fuerza proporcional a una cantidad llamada masa e inversamente
proporcional al cuadrado de la distancia entre ellos, a pesar de lo cual era capaz de
predecir el movimiento del Sol, la Luna y los planetas con un alto grado de precisión.
Cualquier teoría física es siempre provisional, en el sentido de que es sólo una
hipótesis: nunca se puede probar. A pesar de que los resultados de los
experimentos concuerden muchas veces con la teoría, nunca podremos estar
seguros de que la próxima vez el resultado no vaya a contradecirla. Sin embargo, se
puede rechazar una teoría en cuanto se encuentre una única observación que
contradiga sus predicciones. Como ha subrayado el filósofo de la ciencia Karl
Popper, una buena teoría está caracterizada por el hecho de predecir un gran
número de resultados que en principio pueden ser refutados o invalidados por la
observación. Cada vez que se comprueba que un nuevo experimento está de
acuerdo con las predicciones, la teoría sobrevive y nuestra confianza en ella
aumenta. Pero si por el contrario se realiza alguna vez una nueva observación que
contradiga la teoría, tendremos que abandonarla o modificarla. 0 al menos esto es lo
que se supone que debe suceder, aunque uno siempre puede cuestionar la
competencia de la persona que realizó la observación.
En la práctica, lo que sucede es que se construye una nueva teoría que en realidad
es una extensión de la teoría original. Por ejemplo, observaciones tremendamente
precisas del planeta Mercurio revelan una pequeña diferencia entre su movimiento y
las predicciones de la teoría de la gravedad de Newton. La teoría de la relatividad
general de Einstein predecía un movimiento de Mercurio ligeramente distinto del de
la teoría de Newton. El hecho de que las predicciones de Einstein se ajustaran a las
observaciones, mientras que las de Newton no lo hacían, fue una de las
confirmaciones cruciales de la nueva teoría. Sin embargo, seguimos usando la teoría
de Newton para todos los propósitos prácticos ya que las diferencias entre sus
predicciones y las de la relatividad general son muy pequeñas en las situaciones que
normalmente nos incumben. (¡La teoría de Newton también posee la gran ventaja de
ser mucho más simple y manejable que la de Einstein!)
El objetivo final de la ciencia es el proporcionar una única que describa
correctamente todo el universo. Sin embargo, el método que la mayoría de los
científicos siguen en realidad es el de separar el problema en dos partes. Primero,
están las leyes que nos dicen cómo cambia el universo con el tiempo. (Si
conocemos cómo es el universo en un instante dado, estas leves físicas nos dirán
cómo será el universo en cualquier otro posterior.) Segundo, está la cuestión del
estado inicial del universo. Algunas personas creen que la ciencia se debería
ocupar únicamente de la primera parte: consideran el tema de la situación inicial del
universo como objeto de la metafísica o la religión. Ellos argumentarían que Dios, al
ser omnipotente, podría haber iniciado el universo de la manera que más le hubiera
gustado. Puede ser que sí, pero en ese caso él también haberlo hecho evolucionar
de un modo totalmente arbitrario. En cambio, parece ser que eligió hacerlo
evolucionar de una manera muy regular siguiendo ciertas leyes. Resulta, así pues,
igualmente razonable suponer que también hay leyes que gobiernan el estado inicial.
Es muy difícil construir una única teoría capaz de describir todo el universo. En vez
de ello, nos vemos forzados, de momento, a dividir el problema en varias partes,
inventando un cierto número de teorías parciales. Cada una de estas teorías
parciales describe y predice una cierta clase restringida de observaciones,
despreciando los efectos de otras cantidades, o representando éstas por simples
conjuntos de números. Puede ocurrir que esta aproximación sea completamente
errónea. Si todo en el universo depende de absolutamente todo el resto de él de una
manera fundamental, podría resultar imposible acercarse a una solución completa
investigando partes aisladas del problema. Sin embargo, este es ciertamente el
modo en que hemos progresado en el pasado. El ejemplo clásico es de nuevo la
teoría de la gravedad de Newton, la cual nos dice que la fuerza gravitacional entre
dos cuerpos depende únicamente de un número asociado a cada cuerpo, su masa,
siendo por lo demás independiente del tipo de sustancia que forma el cuerpo. Así,
no se necesita tener una teoría de la estructura y constitución del Sol y los planetas
para poder determinar sus órbitas.
Los científicos actuales describen el universo a través de dos teorías parciales
fundamentales: la teoría de la relatividad general y la mecánica cuántica. Ellas
constituyen el gran logro intelectual de la primera mitad de este siglo. La teoría de la
relatividad general describe la fuerza de la gravedad y la estructura a gran escala del
universo, es decir, la estructura a escalas que van desde sólo unos pocos kilómetros
hasta un billón de billones (un 1 con veinticuatro ceros detrás) de kilómetros, el
tamaño del universo observable. La mecánica cuántica, por el contrario, se ocupa
de los fenómenos a escalas extremadamente pequeñas, tales como una billonésima
de centímetro. Desafortunadamente, sin embargo, se sabe que estas dos teorías
son inconsistentes entre sí: ambas no pueden ser correctas a la vez. Uno de los
mayores esfuerzos de la física actual, y el tema principal de este libro, es la
búsqueda de una nueva teoria que incorpore a las dos anteriores: una teoría
cuántica de la gravedad. Aún no se dispone de tal teoría, y para ello todavía puede
quedar un largo camino por recorrer, pero sí se conocen muchas de las propiedades
que debe poseer. En capítulos posteriores veremos que ya se sabe relativamente
bastante acerca de las predicciones que debe hacer una teoría cuántica de la
gravedad.
Si se admite entonces que el universo no es arbitrario, sino que está gobernado por
ciertas leyes bien definidas, habrá que combinar al final las teorías parciales en una
teoría unificada completa que describirá todos los fenómenos del universo. Existe,
no obstante, una paradoja fundamental en nuestra búsqueda de esta teoría unificada
completa. Las ideas anteriormente perfiladas sobre las teorías científicas suponen
que somos seres racionales, libres para observar el universo como nos plazca y para
extraer deducciones lógicas de lo que veamos. En tal esquema parece razonable
suponer que podríamos continuar progresando indefinidamente, acercándonos cada
vez más a las leyes que gobiernan el universo. Pero si realmente existiera una teoría
unificada completa, ésta también determinaría presumiblemente nuestras acciones.
¡Así la teoría misma determinaría el resultado de nuestra búsqueda de ella! ¿Y por
qué razón debería determinar que llegáramos a las verdaderas conclusiones a partir
de la evidencia que nos presenta? ¿Es que no podría determinar igualmente bien
que extrajéramos conclusiones erroneas? ¿O incluso que no extrajéramos ninguna
conclusión en absoluto?
La única respuesta que puedo dar a este problema se basa en el principio de la
selección natural de Darwin. La idea estriba en que en cualquier población de
organismos autorreproductores, habrá variaciones tanto en el material genétíco
como en educación de los diferentes individuos. Estas diferencias supondrán que
algunos individuos sean más capaces que otros para extraer las conclusiones
correctas acerca del mundo que rodea, y para actuar de acuerdo con ellas. Dichos
individuos tendrán más posibilidades de sobrevivir y reproducirse, de forma que su
esquema mental y de conducta acabará imponiéndose. En el pasado ha sido cierto
que lo que llamamos inteligencia y descubrimiento científico han supuesto una
ventaja en el aspecto de la supervivencia. No es totalmente evidente que esto tenga
que seguir siendo así: nuestros descubrimientos científicos podrían destruirnos a
todos perfectamente, e, incluso si no lo hacen, una teoría unificada completa no tiene
por qué suponer ningún cambio en lo concerniente a nuestras posibilidades de
supervivencia. Sin embargo, dado que el universo ha evolucionado de un modo
regular, podríamos esperar que las capacidades de razonamiento que la selección
natural nos ha dado sigan siendo válidas en nuestra búsqueda de una teoría
unificada completa, y no nos conduzcan a conclusiones erróneas.
Dado que las teorías que ya poseemos son suficientes para realizar predicciones
exactas de todos los fenómenos naturales, excepto de los más extremos, nuestra
búsqueda de la teoría definitiva del universo parece difícil de justificar desde un
punto de vista práctico. (Es interesante señalar, sin embargo, que argumentos
similares podrían haberse usado en contra de la teoría de la relatividad y de la
mecánica cuántica, las cuales nos han dado la energía nuclear y la revolución de la
microelectrónica.) Así pues, el descubrimiento de una teoría unificada completa
puede no ayudar a la supervivencia de nuestra especie. Puede incluso no afectar a
nuestro modo de vida. Pero siempre, desde el origen de la civilización, la gente no
se ha contentado con ver los acontecimientos como desconectados e inexplicables.
Ha buscado incesantemente un conocimiento del orden subyacente del mundo. Hoy
en día, aún seguimos anhelando saber por qué estamos aquí y de dónde venimos.
El profundo deseo de conocimiento de la humanidad es justificación suficiente para
continuar nuestra búsqueda. Y ésta no cesará hasta que poseamos una descripción
completa del universo en el que vivimos
Historia del Tiempo: Del Big Bang a los Agujeros Negros Stephen Hawking
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